Me saqué las últimas sortijas que usaba. Se las di en la mano y le pedí que me las guardara. No lo vi más. Entonces, pasé a manos de unas mujeres vigorosas y hermosas. Hablaban con una intensa voz que lo invadía todo. Me prepararon en minutos. Me dijeron que había dilatado muy bien, que estaba casi lista. Yo, tenía la mirada clavada en el reloj que estaba colgado en esa pared vetusta. El hospital era verde, las paredes tenían una tonalidad verdosa con algunos filos blancos. Las mujeres no me dejaban de hablar. “Ya estás linda, en un ratito no más”. No tenía médico de cabecera, había pasado por varios ginecólogos en las citas mensuales. Varias veces pregunté si alguno estaría en el parto. Tenía miedo. No tenía más que el seguro social, así que los controles y los chequeos fueron todos con colas de madrugada en Angamos o en Jesús María. Igual, valiente como nadie, estaba ahí, cubierta con unas sábanas llenas de almidón, desnuda y acompañada por las obstetras más conversadoras del mundo, aunque ya había pasado la media noche. Ellas y yo te recibimos. Solo hice un pequeño empujón para que como un pececito llegaras a este mundo. El reloj marcaba las 00:30 a.m. Recuerdo las risas, las voces, mi risa y mi emoción de verte en sus manos y de cómo te acercaron a mi pecho. Una bolita rosada con piel de melocotón. Recuerdo la rapidez con que te limpiaron, recuerdo también la aparición de un varón en una reunión de chicas. Tímido, el pediatra, venía a registrar tus datos. No pude más que sonreír, nada me había afligido. Un par de las expertas mujeres se ocupaba de mi cuerpo. Recuerdo solo un poco de frío y luego la dedicación con la que me arroparon y me llevaron a una habitación compartida. Debo haberme dormido. Tempranito escuché, “ahí va la gringa”, no supe a qué se referían, solo escuchaba las rueditas de las cunitas en las que llevaban a los recién nacidos. Entonces, me di cuenta que llegaba mi niña, que me la estaban trayendo. Entró la cunita (se desplazaba sola) un poco detrás, una mujer de esas hermosas, me decía, “ya está lindita, acomódate para alimentarla”. No había nadie más que ella, que me ayudaba a sentarme y tú en todo tu esplendor. Así nos vimos y reconocimos esa mañanita de septiembre. Éramos un solo cuerpo de nuevo y mucha sangre compartida. Éramos como hasta hoy, tú, mi guerrera y yo, tu guardia en ristre. Creo que de ellas ha quedado una huella en tu piel. Esa sabiduría muy femenina e implacable. Creo que también en mí quedó el agradecimiento por tanta ternura. Solo pasamos un inolvidable día entre ellas y fue suficiente.
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Que hermoso relato, alentador para quien teme pasar por un momento que dicen es de los más dolorosos ( considerando parto natural) y maravillosos!
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