Educarlo en cautiverio

El sábado postergamos los videojuegos para preparar juntos desde el desayuno hasta el almuerzo. Los últimos fines de semana ya no comemos por las noches. En la tarde un té o un café puede ser suficiente. Este sábado quiso cortar salmón para comer sashimi. Se puso un mandil blanco, y siguió todos los pasos. Revisamos juntos el filo del cuchillo. Buscó un pañuelo (estilo japonés) para colocárselo en la cabecita. El trozo de lomo no estaba muy firme. Sin embargo, lo intentó. Los primeros cortes fueron difíciles. Hablamos del gusto por la ‘perfección y lo hermoso’ en el arte japonés, tanto como en la cocina. Los últimos cortes fueron espectaculares.

Luego, buscó un tarrito lleno de ajonjolíes. Le pregunté si prefería esos que eran negros o los de color caramelo. Prefería los primeros. En la breve despensa buscó aceites, salsa shoyu, algo de tare y sal. Quiso que le tomara una foto: hizo el gesto de un cocinero que su papá seguía. La foto es tierna. Su piel rosadita y su sonrisa me hicieron pensar en el tiempo otra vez. Cuánto ha pasado desde entonces, desde el primer minuto, desde el primer instante que respiré el mismo aire que mi pequeño.

No tuvimos tiempo de sentarnos. En la barra, mientras esperábamos que terminara de hacer una ensalada, nos detuvimos a comer el sashimi preparado. Sacó unos palitos japoneses y nos dio un par a cada uno. Estaba muy rico… buscó también unas galletas de maíz morado para acompañar el salmón. Me dije-pensó en todo.

Algo debe pasar. Algo que no sé explicarme y que quisiera encontrar la forma de calmar y sobrellevar. Encerrados en casa, sin poner un pie en el parque o sin poder sacar todos los días las bicicletas y el tiempo que uno quiera…su desesperanza y angustia deben estar al límite. He leído sobre los esfuerzos por los que deben estar pasando los niños. Hay días en que juzgo duramente que no hace ningún esfuerzo…y creo que no entiendo ni valoro lo que puede estar sintiendo y que exijo más allá de sus posibilidades (que son muchas).

Anoche ese volcán de rabia y descontrol se enfrentó a cada uno. A su papá y a mí. Acabé con la sensación de una aguja clavada en mi espalda, acabé echada en mi cama llenecita de preguntas. Otra vez la culpa estúpida en mi cabeza. Qué he hecho o qué es lo que no hago. Perdió su clase de piano, no pudimos leer juntos, se fue a dormir sin casi hablarnos. En realidad, sí hablamos. Unos minutos me senté a su lado y le pedí que descansara, que mañana era otro día.

En realidad, es duro todo esto. Los esfuerzos por atender y no salirse de la pantalla a ver un video, jugar algo o conversar con algún amigo. A su edad, yo era muy inquieta. Los recreos eran lo mejor de mis días escolares. No pude estar más que en el equipo de natación, porque los otros deportes (salvo el softball) no los practicaba y no seguía las reglas. Mi pequeño cree que siempre fui tranquila. Cree que leí todo el tiempo y que encontré la escritura desde muy niña. Nada fue así. Hoy le contaré cómo me fracturé el codo por correr donde no debía en mi clásico colegio.

Lo que sí es verdad es que hubo un momento de sintonía en mí. En el que encontré dónde estar y cómo. A él le ha tocado una historia diferente. Eso es lo primero que debo entender: él es una persona distinta. Entonces siempre vienen a mí unas palabras que guardo en mi corazón: «preocúpate por tu mirada». Volveré a mirarlo con ternura (a veces la olvido), la única que debo tener desde ese primer instante, y podré convencerlo de que todo es posible.

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