Cabizbaja y meditabunda

Hace un tiempo he empezado a creer que el uso de los celulares entre nosotros nos malogrará la vida. No logro entender cómo podemos almorzar y ver el celular, cómo sentarnos a almorzar y ver el celular, cómo pasear al perro y ver el celular, cómo al cruzar la pista también ver el celular o manejar el auto y colocarlo al frente para verlo. No suele ser un aparato que nos ayude a atender o a lograr una mayor capacidad de lectura…es un aparato que nos distrae, acompaña nuestra soledad e interfiere en nuestros diálogos.

Muchas conversas se ven interrumpidas. No podemos postergar el último video porque queremos compartirlo. No logramos mirarnos a la cara y escucharnos…luego, pasarán los años, nos habremos encorvado más, las falanges de los pulgares se habrán estirado y ya no seremos los mismos…el tiempo, el inevitable, el inoportuno habrá decidido sobre nosotros y nuestras vidas.

Últimamente, llego de estos días agotadores de trabajo y saco a mi hijo de la computadora, me siento con él en un sillón y conversamos, nos miramos, revisamos las manos, el pelo crecido y las ideas sobre si esto o lo otro. En estos últimos días del año, cuando ya la escuela esté por cerrar las puertas, instalaré la política de los celulares invisibles fuera de la mesa, fuera de las conversas, lejos de importunar a la gente que me importa y amo…solo para recordarles que lo importante es estar, que la vida es una, que es corta y que mañana ya no lo podremos decir ni mirarnos otra vez.

Y más allá de todo, llamé este texto así, porque fue esta mañana que caminé ida y vuelta al cole y que pensé detenidamente en esta interferencia…ojo que solo lo digo para el momento de la conversa, para el momento del sillón y el compartir…no hablo del celular cuando nos permite conectarnos con los que están a miles de kilómetros, no podría negar que son el invento más genial que existe para eso. NO. Simplemente, en el diario, en la cotidianeidad…no deberíamos dejar que interfiera entre nosotros.

nada más.

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00:30

Me saqué las últimas sortijas que usaba. Se las di en la mano y le pedí que me las guardara. No lo vi más. Entonces, pasé a manos de unas mujeres vigorosas y hermosas. Hablaban con una intensa voz que lo invadía todo. Me prepararon en minutos. Me dijeron que había dilatado muy bien, que estaba casi lista. Yo, tenía la mirada clavada en el reloj que estaba colgado en esa pared vetusta. El hospital era verde, las paredes tenían una tonalidad verdosa con algunos filos blancos. Las mujeres no me dejaban de hablar. “Ya estás linda, en un ratito no más”.  No tenía médico de cabecera, había pasado por varios ginecólogos en las citas mensuales. Varias veces pregunté si alguno estaría en el parto. Tenía miedo. No tenía más que el seguro social, así que los controles y los chequeos fueron todos con colas de madrugada en Angamos o en Jesús María. Igual, valiente como nadie, estaba ahí, cubierta con unas sábanas llenas de almidón, desnuda y acompañada por las obstetras más conversadoras del mundo, aunque ya había pasado la media noche. Ellas y yo te recibimos. Solo hice un pequeño empujón para que como un pececito llegaras a este mundo. El reloj marcaba las 00:30 a.m. Recuerdo las risas, las voces, mi risa y mi emoción de verte en sus manos y de cómo te acercaron a mi pecho. Una bolita rosada con piel de melocotón. Recuerdo la rapidez con que te limpiaron, recuerdo también la aparición de un varón en una reunión de chicas. Tímido, el pediatra, venía a registrar tus datos. No pude más que sonreír, nada me había afligido. Un par de las expertas mujeres se ocupaba de mi cuerpo. Recuerdo solo un poco de frío y luego la dedicación con la que me arroparon y me llevaron a una habitación compartida. Debo haberme dormido. Tempranito escuché, “ahí va la gringa”, no supe a qué se referían, solo escuchaba las rueditas de las cunitas en las que llevaban a los recién nacidos. Entonces, me di cuenta que llegaba mi niña, que me la estaban trayendo. Entró la cunita (se desplazaba sola) un poco detrás, una mujer de esas hermosas, me decía, “ya está lindita, acomódate para alimentarla”. No había nadie más que ella, que me ayudaba a sentarme y tú en todo tu esplendor. Así nos vimos y reconocimos esa mañanita de septiembre. Éramos un solo cuerpo de nuevo y mucha sangre compartida. Éramos como hasta hoy, tú, mi guerrera y yo, tu guardia en ristre. Creo que de ellas ha quedado una huella en tu piel. Esa sabiduría muy femenina e implacable. Creo que también en mí quedó el agradecimiento por tanta ternura. Solo pasamos un inolvidable día entre ellas y fue suficiente.

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Mi lado izquierdo

Puro desajuste

el lado del brazo

la rodilla

o la pierna entera.

El húmero mal puesto

la rótula impertinente.

Al lado izquierdo

                               va el corazón

que te extraña

que va a pie

que quiere tocar el borde de tu pelo

que no sabe la hora

el minuto

el segundo.

Al lado del corazón

Hay una cajita articuladora que mueve mi brazo

y duele.

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Una sola vida

“¿Y ahora? ¿ahora qué le vas a decir?

                                             Porque algo le tendrás que decir, ¿no?”

C. Krapp

             

(pensé)

(que no sea tan huevón)

Que no necesitamos más héroes.

Le tendría que decir eso.

O que le preste atención a su sueño.

A las 4:00 am

a diario

Me despierta un corazón agitado.

No hay día que cambie la hora.
Al principio creía que se trataba de mis ganas de orinar

(pararse- como un resorte- y casi dormida ir al baño)

No se trataba de eso.

O sea,

Sí, orino.

Voy al baño

regreso a mi cama

y los ojos se quedan encendidos

como fósforos.

Entonces, me digo:

Esta es una sola vida

y se me acaba.

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Sarita Colonia

Te hubiera pedido que me acompañes

Este era el plan: Tú, a mi lado, caminando por las húmedas calles limeñas

(Hoy que todo era agua

que nos iba a gotear la nariz)

Tú hubieras aprovechado para contarme

Solo tú me cuentas

Y yo cierro los ojos

Y escucho (una voz tan parecida a la mía)

Lo sabes

Una vez lo pedí: que sea yo y no ella

Lo volveré a pedir, por la Sarita (como me dices)

Por la Sarita.

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La ceremonia del café

De los otros días tengo el recuerdo del café

la mañana que te levantabas

sacabas el filtro

humedecías

y luego pesabas las semillas bien molidas.

De los demás

tengo un laberinto

cuartos deshabitados

pleitos sin nombre

rasguños y lágrimas.

Para ser hombre hay que enseñar la ternura

hay mucho sobre la brutalidad

sobre la fuerza

sobre la provocación.

Serás un hombre bueno- le digo cuando pelea conmigo

Le digo también: haz tu mejor esfuerzo.

Nada le cuesta-pienso

Todo es muy fácil para él y muy difícil conmigo.

Luego

Me canso

Cierro los ojos y quiero volver al mar.

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Mareo

Hay un mareo que vuelve casi a diario

No es un olor                         ni un mal movimiento

Es la sensación del desgaste

De la nostalgia

Del cuerpo enfermo

Si tú vieras mi mar – a escondidas

el movimiento se calmaría

la piel estaría tibia

sabrías que no he vuelto a leer

ni a escribir

(no me daría vergüenza decirte)

Del amor en mis primeros días

De la torcedura de mis dedos

De la amargura de mis lágrimas

Si tú vieras mi mar- volverías

Podría decirte: calma, cesa, distiende

Descansa en mí unos años más

Hasta que dure el sueño

Dispersa mis dudas, mis penas

Si tú vieras mi mar – te quedarías.

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Educarlo en cautiverio

El sábado postergamos los videojuegos para preparar juntos desde el desayuno hasta el almuerzo. Los últimos fines de semana ya no comemos por las noches. En la tarde un té o un café puede ser suficiente. Este sábado quiso cortar salmón para comer sashimi. Se puso un mandil blanco, y siguió todos los pasos. Revisamos juntos el filo del cuchillo. Buscó un pañuelo (estilo japonés) para colocárselo en la cabecita. El trozo de lomo no estaba muy firme. Sin embargo, lo intentó. Los primeros cortes fueron difíciles. Hablamos del gusto por la ‘perfección y lo hermoso’ en el arte japonés, tanto como en la cocina. Los últimos cortes fueron espectaculares.

Luego, buscó un tarrito lleno de ajonjolíes. Le pregunté si prefería esos que eran negros o los de color caramelo. Prefería los primeros. En la breve despensa buscó aceites, salsa shoyu, algo de tare y sal. Quiso que le tomara una foto: hizo el gesto de un cocinero que su papá seguía. La foto es tierna. Su piel rosadita y su sonrisa me hicieron pensar en el tiempo otra vez. Cuánto ha pasado desde entonces, desde el primer minuto, desde el primer instante que respiré el mismo aire que mi pequeño.

No tuvimos tiempo de sentarnos. En la barra, mientras esperábamos que terminara de hacer una ensalada, nos detuvimos a comer el sashimi preparado. Sacó unos palitos japoneses y nos dio un par a cada uno. Estaba muy rico… buscó también unas galletas de maíz morado para acompañar el salmón. Me dije-pensó en todo.

Algo debe pasar. Algo que no sé explicarme y que quisiera encontrar la forma de calmar y sobrellevar. Encerrados en casa, sin poner un pie en el parque o sin poder sacar todos los días las bicicletas y el tiempo que uno quiera…su desesperanza y angustia deben estar al límite. He leído sobre los esfuerzos por los que deben estar pasando los niños. Hay días en que juzgo duramente que no hace ningún esfuerzo…y creo que no entiendo ni valoro lo que puede estar sintiendo y que exijo más allá de sus posibilidades (que son muchas).

Anoche ese volcán de rabia y descontrol se enfrentó a cada uno. A su papá y a mí. Acabé con la sensación de una aguja clavada en mi espalda, acabé echada en mi cama llenecita de preguntas. Otra vez la culpa estúpida en mi cabeza. Qué he hecho o qué es lo que no hago. Perdió su clase de piano, no pudimos leer juntos, se fue a dormir sin casi hablarnos. En realidad, sí hablamos. Unos minutos me senté a su lado y le pedí que descansara, que mañana era otro día.

En realidad, es duro todo esto. Los esfuerzos por atender y no salirse de la pantalla a ver un video, jugar algo o conversar con algún amigo. A su edad, yo era muy inquieta. Los recreos eran lo mejor de mis días escolares. No pude estar más que en el equipo de natación, porque los otros deportes (salvo el softball) no los practicaba y no seguía las reglas. Mi pequeño cree que siempre fui tranquila. Cree que leí todo el tiempo y que encontré la escritura desde muy niña. Nada fue así. Hoy le contaré cómo me fracturé el codo por correr donde no debía en mi clásico colegio.

Lo que sí es verdad es que hubo un momento de sintonía en mí. En el que encontré dónde estar y cómo. A él le ha tocado una historia diferente. Eso es lo primero que debo entender: él es una persona distinta. Entonces siempre vienen a mí unas palabras que guardo en mi corazón: «preocúpate por tu mirada». Volveré a mirarlo con ternura (a veces la olvido), la única que debo tener desde ese primer instante, y podré convencerlo de que todo es posible.

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Hagamos la tarea

“De un tiempo a esta parte” (frase que solo usaría mi madre), me dijo, -me está fallando la memoria. Hice un mutis de segundos. Luego, seguimos conversando por teléfono, que estaba bien, que converse con el médico, que seguro alguna medicación y ejercicios ayudarían. En medio de la conversación el sonido de las palabras de mi madre se hacían hondas. Sus versos, mil veces recitados. ¿Por qué te habrá gustado tanto Campoamor? Los cuadernos enteros dedicados a la poesía y compartidos alguna tarde-noche, en la que volvíamos a ellos. Tu letra, qué bonita mamá. Siempre se lo dije… mi letra ha sido un desastre desde chica… y echémosle la culpa a que no cuajé ni con la imprenta de la “Reforma” ni con la cursiva…mi letra ha sido siempre un saltimbanquis imparable… ella, en cambio, tenía una letra dibujada. Ahora, también se queja de la suya.

Mi memoria viajó por las tardes de “Enriquezca su vocabulario” juego en el que ambos se disputaban los premios y las batallas interminables. Donde yo escuchaba palabras ‘raras’ nunca usadas y desconocidas, palabras por las que me preguntaba cuánto interés despertaba en ambos, papá y mamá, cómo debían acertar con la definición. Hoy, perdulario, sibilino, hipofrenia y otras ya han surcado mis pensamientos alguna vez… era, entonces, el juego favorito de las tardes antes del café de las 5:00. Los sábados se agregaba el trabajo en el Geniograma y cuando llegaba el Geniograma gigante, tomaban la mesa del comedor para terminarlo y llevarlo al ánfora. El Pequeño Larrouse ilustrado era un gran acompañante de esas hazañas y si no funcionaba, ya tenían por ahí otro diccionario Sopena de sinónimos y antónimos. Cómo, me volví a preguntar esa noche, hoy aparece el olvido.

Sobre la memoria he escrito y leído innumerables veces. Solo nos construimos como país si la tenemos presente. Solo mejoraremos como ciudadanos si confrontamos con nuestros errores y aprendemos de ellos. Pero hay una memoria íntima que dejamos de lado y a la que siempre recurro y es la que nos cuece como familia. El olor del café Kirma por la mañana o el aroma de Old Spice muy tempranito. Las tostadas con mantequilla y azúcar, el olor a hierba luisa en el jardín, la mermelada de fresas o naranjas que también preparaba mi padre…el olor de la madera y de las habitaciones. Las camas a las que corríamos para recostarnos, no importaba la hora ni el día. Esas camas tenían unas rueditas y era divertido que se resbalaran sobre el piso. Esa memoria íntima me hizo guardar las historias de mis tías y de mi abuela. Los relatos fantásticos de aparecidos y muertos. Los amores perdidos y extraviados entre un pueblo y otro.

No lograste mi afición por Campoamor. Ahora, con ternura, encuentro algunos versos que resuenan en mi mente. Siempre me pareció exagerado-al extremo-y muy sonoro. De todas maneras, me fascinaba la recitación, la pasión por las palabras y los versos que escogía mi mamá. Entonces yo podía haber escuchado:

   «Que en este mundo traidor

nada es verdad ni mentira.

Todo es según el color

del cristal con que se mira»

O también algunos poemas que registraban diálogos con sacerdotes y delataban amores prohibidos o historias parecidas. Así, mamá sabía cada parte y diálogo. Entonaba a uno y a otro personaje, sin titubeo y con emoción intacta:

«Agarrándole bien con la mirada,

– No soy loca, es que estoy enamorada-

siguió la esposa,- y lo que quiero, quiero;

vuestra piedad, no vuestra fe reclamo:

si le amo, vivo; si no le amo, muero;

respondedme, ¿qué haré? ¿le amo o no le amo?

Aguzando el oído,

y azorado de miedo como un gamo

que oye en el bosque de repente un ruido,

el cura sorprendido

dice cayendo en postración extrema:

– ¡Tercera confesión, tercer problema!…»

Biblioteca Virtual de Cervantes. Ramón de Campoamor. En: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/poesias-escogidas–2/html/ff0e95ba-82b1-11dfacc7-002185ce6064_3.html

Entonces, yo les pido a mis alumnos que se aprendan un poema, que lo reciten, y les digo que ese ejercicio, ayudará a sus cerebros y ‘los hará libres’. Ellos se sonríen y algunos lo logran. Solo que con las pantallas queda evidente cuándo leen o cuándo están más preocupados por dónde se quedaron en el poema elegido. Y les digo, que es difícil, que hay que hacer propias las palabras y que adueñarse, entonar y hasta hacer un ejercicio teatral, cuesta trabajo. Mi mamá hacía todo eso y hasta ahora cuando lee en voz alta alguno de esos poemas, sé que las lágrimas recorren su cuerpo emocionado.

La memoria entonces no es juego y está en cada resquicio de nuestras vidas. En cada poema, relato o canción. Cada vez que nos resuena un eco o cuando asociamos algo vivido con el pasado. Cuando hasta el olor descubierto, desnuda lo compartido o sorprende en una esquina. Hoy que salir es un reto y que quedarnos y cuidarnos es parte de lo diario, recordemos, memoricemos algo y hagamos la tarea. Así mamá estará más contenta.

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Seis de julio

A esta hora

una gota de sangre

una sabanita

toque de queda

frío limeño

horas de horas

peleando (contra mi piel)

suspirando (contra mi amor)

cuerpo de muchacha

cuerpo de niño

(pequeñito)

aún hoy

tengo el corazón en la boca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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